Los cascos viejos, hoy mejor denominados como centros históricos, son conjuntos urbanos que, desde el corazón físico y simbólico de nuestras ciudades, nos ayudan a evocar el pasado, a celebrar y disfrutar el presente, y a proyectar creativamente el futuro. Cuando están bien conservados y manejados generan riqueza (por el turismo y diversas ofertas y productos culturales), identidad (por las historias contenidas en sus calles y casas, y por lo emblemático y referente de sus monumentos) y hermosos espacios de encuentro (por la escala humana y armonía de sus elementos), proporcionando un buen vivir a quienes los habitan siempre o los visitan circunstancialmente. Por todo ello son atractivos y atractores, requiriendo una atención mayor de todos para su conservación y puesta en valor.
Desde un pasado [continuo] que trajo presente.
Generalmente configurados inicialmente durante los siglos XVI y XVII (con ciertas excepciones notables de fundación prehispánica como México, Cusco y otros) muestran por eso una notable riqueza cultural e inmaterial propia de dichos periodos tempranos, desde la habitual retícula ajedrezada denominada damero con centro en la plaza de armas (establecida por Felipe II el 13 de julio de 1567, y por la Leyes de Indias en general) hasta las manifestaciones de barroco mestizo tan originales y frecuentes en iglesias, palacetes y casonas de los siglos XVII y XVIII.
Sin embargo, el concepto en sí de centro histórico es relativamente reciente, surgiendo como tal en plenas labores de reconstrucción tras las destrucciones urbanas de la segunda guerra mundial en Europa. Se ha ido después generalizando progresivamente en las últimas décadas para denominar esas zonas más antiguas de nuestras ciudades, capaces de conservar una mayoría de sus edificaciones previas a los desarrollos urbanísticos por ensanches de finales del siglo XIX y principios del XX.
Paralelamente, memoria e identidad, como conceptos, van reapareciendo en el siglo pasado con fuerza, y continuamente en nuestras reflexiones conversacionales o investigativas contemporáneas. Ligados íntimamente, muestran como esencial mantener presente la memoria histórica de la cultura que nos identifica, para proyectarnos al futuro con mayor fuerza conservando esa identidad como país o región y como latinoamericanos. La identificación y defensa de los valores del patrimonio se convierte en el tema cultural y de gestión patrimonial por excelencia, articulando pasado, presente y futuro, y siendo continua y sucesivamente recordado por instituciones especializadas como ICOM, ICOMOS, ICCROM, IFLA.
Así, se generó hacia mediados del siglo XX una dicotomía entre ciudad vieja y ciudad nueva, resuelta generalmente con el sucesivo abandono de la primera en busca de condiciones de vida y habitabilidad “más modernas” ofertadas por la nueva arquitectura. Envueltos en el mito del progreso, las necesidades cubiertas de circulación y parqueo de los autos, la luminosidad ofertada por ventanales y pieles de vidrio, las nuevas infraestructuras y los servicios de bienestar, y muchas otros ventajas comparativas, llevaron al olvido y degradación de esas áreas donde surgieron nuestras ciudades, pasando a denominarlas, bastante gráficamente, como cascos viejos. Dicha terminología, que sugeriría casi su inutilidad e inminente sustitución, fue sucesivamente –y con la progresiva y creciente valoración del patrimonio de mano de historiadores y otros investigadores– suavizada con mejores adjetivos, renombrándolas como cascos antiguos o históricos.
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