Si hace tres décadas se hubiera establecido la alianza entre Washington y Moscú, seguramente el impacto global habría sido considerable. Pero hoy en día, en medio del turbulento proceso de reordenamiento mundial, la alianza entre los gobiernos ultranacionalistas de Estados Unidos (EEUU) y Rusia tiene un pobre impacto, al punto tal que ni siquiera -para sorpresa de Trump y Putin- ha influido en el curso de la guerra entre Rusia y Ucrania.
Así las cosas, queda claro que la alianza manifiesta poca fuerza para influir en el reordenamiento global. Recordemos que el deseo (plasmado en los proyectos que la Casa Blanca y el Kremlin ensayan) de situarse como actores centrales en el proceso del nuevo orden mundial, fue la motivación para que el dictador ruso invadiera, en febrero del 2022, Ucrania, así como para que Trump arremetiera en contra del sistema de Naciones Unidas y la Organización del Tratado del Norte (OTAN). Recordemos también, por otro lado, que hoy por hoy, ambos gobiernos expresan básicamente a sus respectivos capitales nacionales en su disputa con los capitales globales, para hacerse de la dirección del proceso de reordenamiento global.
La alianza manifiesta pues, como similitudes, el carácter nacionalista de los intereses económicos; aunque lo hace bajo perspectivas políticas distintas. Mientras el régimen de Trump, en una irrealizable proyección, pretende retornar la rueda de la historia a los tiempos en los que la burguesía norteamericana ejercía realmente un poder imperial por intermedio de su Estado, la proyección del régimen de Putin aspira, ahora sí, a conformar el imperio euro-asiático ruso, soñado desde hace siglos, en el país de los zares.
Por otro lado, es conveniente reflexionar, a la vez, en torno al grado de independencia que cada uno de estos dos operadores tiene, con relación a los grupos sociales que impulsan la alianza. Es evidente que el actual Estado ruso tiene una mayor dependencia respecto al (irrealizable) proyecto de Putin, que el Estado norteamericano con relación al (igualmente irrealizable) proyecto de Trump. Esto quiere decir que después de la guerra el Estado ruso no será el mismo; no es que desaparecerá, pero está claro que el modelo ultranacionalista totalitario de la oligarquía rusa no podrá continuar manteniéndose en pie.
Algo distinto se observará en el caso norteamericano, luego del fracaso del proyecto en curso. Ello, debido a la institucionalidad democrática que sostiene a dicho Estado; salvo que Trump arremeta con éxito contra esa institucionalidad, para desmontarla. Es esa institucionalidad la que le permite a dicho Estado el conocimiento de su sociedad, así como el conocimiento de sus propias necesidades para reacomodarse, frente a los surgidos requerimientos propiamente estatales, en esta coyuntura larga.
En este orden, conviene también preguntarse respecto a la dependencia entre sí, de los actores de esta alianza. Mientras el Estado ruso tiene una mayor dependencia de su aliado, en el caso de los EEUU no es propiamente el Estado quien depende de su aliado sino el actual gobierno, es decir la administración de Trump. Ello es así, porque en el caso ruso el Estado resulta, hoy por hoy, indiferenciable del gobierno, mientras que en el caso norteamericano sí es posible marcar una diferencia, dada la institucionalidad democrática anotada.
Se comprende que los actores de la alianza provienen de distintas realidades nacionales, por lo que sus intereses (aunque coincidentes, en términos generales) se refieren a diferentes aspectos. Con todo y a pesar de tales diferencias, por ahora ambos se encuentran presos del atolladero que supone la guerra en Ucrania. Desde ya, el bajo impacto de la alianza se refleja precisamente en la incapacidad para superar tal atolladero, a fin de forzar el curso del conflicto en términos beneficiosos para el dictador ruso. En medio de esa debilidad, el pobre impacto de la alianza se muestra aún con más evidencia, a nivel global.
Es en este sentido que destacamos la importancia de puntualizar las diferencias entre uno y otro grupo gobernante. No es contradictorio plantear que la oligarquía rusa tiene una mayor fortaleza relativa, mientras que los sectores ultranacionalistas de la burguesía norteamericana tras Trump no la tienen. Lo interesante es observar que la alianza se asienta en esas contradicciones, que ni las coincidencias pueden tapar.
El hecho expresa la táctica de cada uno de los sectores y sus respectivos proyectos, a lo largo del juego en el que se encuentran. Son apuestas que conllevan riesgos diferenciados. Aunque el actual modelo ruso de Estado colapse, la oligarquía rusa no tiene que correr necesariamente la misma suerte y hasta el pensable que, ante un nuevo escenario estatal, tenga la capacidad de reciclarse. Al contrario, el fracaso de la táctica por la que han optado los grupos capitalistas que apoyan a Trump, les relegará definitivamente de la privilegiada posición mundial como primera potencia por lo que, en el futuro, deberán contentarse con participar en el escenario global, como un actor más, entre pares. Aquí no es posible reciclarse en tanto sectores empresariales de una primera potencia mundial, porque aquella potencia ya no será la primera.
La idea de Trump y Putin de imponer, por medio de su alianza, la ley del más fuerte en el mundo, ha fracasado en menos que la rotación de la tierra en torno al sol complete la mitad de su vuelta. Pero, aunque esa alianza no ha tenido impacto significativo global (ni siquiera específicamente sobre la guerra en Ucrania), sí ha provocado el retroceso en el tipo de las relaciones políticas a nivel internacional. En este orden, el bajo impacto ha dejado en evidencia, tempranamente, las semillas de la derrota de Washington y Moscú.
Consiguientemente, la configuración del nuevo orden mundial va adquiriendo un carácter multipolar en el que ni EEUU y menos Rusia, podrán ser considerados actores determinantes. Deberán contentarse con asistir a la mesa de reuniones, simplemente como uno más de los actores. Es previsible, sin embargo, que cuando ambos gobiernos terminen por tomar consciencia del fracaso, sientan en su desesperación la tentación de lanzar uno que otro manotazo, enturbiando aún más el cuadro político internacional.