Cuando suben los precios… también suben las tensiones

Foto referencial
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Cada vez que vamos al mercado, notamos que algo ha cambiado. No solo en los precios, que suben como si no tuvieran techo, sino también en el humor de la gente, en la forma de caminar, de mirar, de reaccionar.

Lo que vivimos hoy en Bolivia es una crisis económica que se cuela en los hogares, no solo a través de bolsillos vacíos, sino también a través del estrés, el miedo y, en muchos casos, la violencia. 

Cuando suben los precios, también se intensifican las emociones que nos alertan de peligro: miedo, tristeza, enojo. Emociones que los neurocientíficos llaman “defensivas” porque se activan cuando
algo amenaza nuestra seguridad. Desde los inicios de la humanidad, asegurar la sobrevivencia ha sido una prioridad. Nuestro cerebro está programado para detectar amenazas y activar respuestas
inmediatas: luchar, huir, congelarse o complacer.

Hoy, ese “peligro” se disfraza de incertidumbre económica, de productos que escasean, de salarios que ya no alcanzan, de cuentas que no cierran… y de largas filas por combustible y en muchos casos, por alimentos. Cada vez que sentimos que no podemos acceder a lo básico, cada vez que pasamos más de tres horas esperando el mensaje de WhatsApp que confirme si llegó o no la cisterna, se activa esa alarma interna. Nuestro cerebro entra en estado de alerta, produce más cortisol, la hormona del estrés y nuestras respuestas se vuelven más reactivas, más impulsivas y muchas veces, más violentas.

Aquí quiero hacer una pausa, como madre, como profesional, como mujer que cree profundamente en la crianza respetuosa: esta crisis también afecta a la infancia. Y la afecta profundamente.

El estrés tóxico, ese que es intenso y sostenido en el tiempo, afecta mucho más de lo que imaginamos. Cuando lo vivimos los adultos, inevitablemente se filtra en los hogares y en las relaciones familiares. Y esto se manifiesta en gritos, impaciencia, desconexión emocional y muchas veces encuentra en el cuerpo y la emoción de niñas y niños una vía de descarga.

Esto se da porque cuando el cerebro, de manera constante, detecta la sensación de peligro, el cortisol bloquea la parte racional y activa las respuestas más primitivas, esas que pueden herir y lastimar. Lo que para un adulto puede ser una reacción “normal” al cansancio o la frustración, para un niño o una niña puede sentirse como una herida profunda.

Y esas heridas, repetidas o sostenidas en el tiempo, no solo afectan el presente de las niñas y niños. Pueden dejar marcas duraderas en el desarrollo del cerebro y en la construcción de su autoestima, en el mediano y largo plazo. La ciencia ha demostrado cómo el estrés tóxico en la infancia impacta la salud emocional, cognitiva y física, incluso décadas después.

Pensar que una crisis económica solo afecta la economía es una mirada incompleta. Las familias son sistemas sensibles, permeables a su contexto. No están aisladas del entorno, lo habitan.

Por eso, sostener el bienestar emocional en casa es también una forma de resistencia. Una forma de protegernos. Y de protegerlos.

Esa resistencia comienza con nosotros, los adultos. Hoy más que nunca, necesitamos desarrollar y fortalecer la conciencia emocional, esa habilidad que se relaciona con esa capacidad de reconocer, nombrar y dar espacio a lo que sentimos. Porque cuando le ponemos nombre a nuestras emociones, podemos escucharlas y atenderlas. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de ser arrastrados por nuestras reacciones más impulsivas.

Cuando soy consciente de lo que siento, puedo actuar desde mi cerebro más racional, ese que piensa, analiza y decide y no quedo preso de mi cerebro más instintivo,ese que reacciona, se defiende y muchas veces hiere.

Y aunque el contexto nos sobrepase, aunque no podamos controlar el precio de los productos ni la incertidumbre que golpea desde fuera, sí podemos fortalecer esa conciencia emocional necesaria y elegir desde qué lugar decidimos cuidar el valor de nuestros vínculos.

Por eso, en tiempos de crisis, cuando todo parece desbordarse afuera, es vital hacer una pausa y mirar hacia adentro. Cuidar nuestra salud emocional, proteger el espacio de la familia y sostener con amor y consciencia nuestros vínculos se convierte en un verdadero factor protector. Porque, aunque no podamos frenar la inflación ni bajar los precios del mercado, sí podemos ofrecer a nuestras hijas e hijos algo invaluable: un entorno seguro, donde disminuya el miedo y sean el amor, el respeto mutuo y el buen trato, fuente de refugio para ellos, y también para nosotros.

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CLAROS, Paula
CLAROS, Paula

Comunicadora social