Hemos transcurrido una historia de vida democrática sin interrupciones desde 1982 con algunos sobresaltos como la crisis de inicios de siglo, seguida de la renuncia de Sánchez de Lozada (octubre de 2003); o la reciente convulsión política desencadenada por el Referéndum Constitucional de 2016: ¡Bolivia Dijo No!, sobre la reelección presidencial, que desencadenó en una revuelta social y violencia que implicó la renuncia de otro presidente: Evo Morales. Sin embargo, el dato alentador es que en ambos momentos de posible quiebre, las salidas se dieron en el marco de las reglas de la institucionalidad democrática; es decir, mediante sucesiones presidenciales -una más regular que la otra-, convocatorias a elecciones y el consecuente acatamiento de la ciudadanía.
Ahora bien, a pesar de que en 2020 se restituyó el orden formal con el triunfo electoral de Luis Arce Catacora, las secuelas de este último episodio de crisis y polarización persisten hasta el presente, tanto en la política como en la sociedad. El gobierno de Arce ha persistido en un ajuste de cuentas con los opositores que participaron en el conflicto de 2019, sin dar opción a espacios de acercamiento y negociación política. Esta situación se ha agravado con las disputas que han emergido al interior del partido de gobierno por la candidatura a la presidencia, y el MAS se ha divido en dos facciones aparentemente irreconciliables.
A ello se añade un contexto de crisis económica y social irrebatible, por lo que los datos, sucesos y evidencias de la situación, son inmediatamente articulados discursivamente a la pugna política en curso; por un lado para resaltar la bonanza económica que existía durante la ex presidencia de Morales y atacar con severidad a la actual gestión de gobierno; y desde la otra orilla, descalificar a Morales por parte de quienes son afines a Arce, acusar al ex presidente de actos irregulares, e insistir en inhabilitar su candidatura. Todo esto sucede ante los ojos de una oposición expectante, que intenta construir una o varias alterativas, en un momento en el que la división del partido, antes hegemónico, constituye sin duda una oportunidad política.