Algunos hitos en el complejo camino de la Iglesia Católica por la restitución de la democracia
La represión de la dictadura militar -inaugurada con el golpe de Estado del general (Gral.) René Barrientos Ortuño (1964)- se mostró de manera descarnada en los centros mineros de Catavi y Siglo XX en lo que se denominó la Masacre de San Juan (junio, 1967); suceso que sumaría el número de crímenes cometidos en este periodo.
A la reacción de repudio de gran parte de los sectores de la sociedad boliviana a este episodio y a la persecución posterior de los supuestos, o no, agitadores (entre estos las familias de los trabajadores) se sumó la de la Iglesia. El 29 de agosto de 1967, una delegación integrada por varios obispos visitó al presidente de la República a fin de poner en su conocimiento algunas de las preocupaciones de la jerarquía católica y para “interceder ante los Poderes Públicos [frente a] las urgentes llamadas de obreros y sacerdotes que merecen todo crédito” (Cf Resumen Protocolo Arzobispado, No 065, p. 137). La Iglesia va asumiendo el rol de mediador, en este caso entre obreros, sacerdotes y los poderes públicos, rol que se legitimará a lo largo de los años.
Y al igual que en otros momentos este accionar de la Conferencia Episcopal Boliviana (CEB) está movido e inspirado en la labor pastoral de sacerdotes y religiosas asentados en los centros mineros quienes, además, de una forma tenaz y continua denunciaron las injusticias que sufrían los trabajadores de estos centros. En este camino varios obispos se involucraron y asumieron la defensa de los trabajadores; compromiso que se tradujo, en marzo de 1968, en un Convenio suscrito entre la Iglesia, el Gobierno y la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL). El gobierno se comprometía a garantizar la libertad sindical, readmitir a los obreros despedidos (Presencia 1.05.1967).
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