“… allí donde la muerte no es acabamiento sino comienzo; y no una salida de la vida, sino el ir entrando en espacios más anchos, en verdad indefinidos, no medidos por referencia alguna a la cantidad.”
(María Zambrano, Claros del bosque, Barcelona: Seix Barral, 1988, 45)
No me gusta hacer memoria escrita de un amigo. No me gusta buscarlo en el estrecho espacio de la cantidad. Si lo hago debo enseguida volver al pasado; llamar a mi mente infinitos recuerdos: personas y lugares, palabras e imágenes que hoy debería explicar a otras y otros para, de alguna manera, convencerles de cuánto mi amigo Víctor Codina fue bondadoso, simpático y creativo en su vida y en su quehacer teológico. De por sí preferiría encontrar versos poéticos para decir quién era; palabras bellas, llenas de gratitud por haberle conocido a lo largo de mi andar; expresión de un goce profundo que tengo adentro por haberle escuchado, por haber reído tantas veces de muchas cosas, también cuando nos encontrábamos en lugares muy aburridos. De tal modo que las palabras de esta breve memoria sobre Víctor Codina las escribo como si fueran versos poéticos. Cada párrafo es un verso en que se desliza la vida de una amistad muy discreta que no se cuenta según la cantidad del tiempo cronológico que pasamos juntos, más bien según la intensidad.
Su pensamiento cristalino; tan cristalino que cuando se leían sus textos, o se le escuchaba, todo parecía muy sencillo. Lo que digo lo testimonian aquellas palabras que él sabía esculpir en artículos y libros. Palabras que seguían la inspiración que la realidad sabía donarle; aquella inspiración que sabe dar la gente del pueblo con quienes vivimos. Palabras que explicaban lo más difícil con una belleza particular, porque él sabía que todo el mundo puede comprender la belleza. Esto era mi amigo Víctor Codina, que como un verdadero jesuita supo caminar con paciencia apoyando sus pies en aquellas huellas eclesiales, también cuando la ἐκκλησία (ekklesia) tardaba en encontrar su verdadero rostro y se extendía sobre coordenadas más jerárquicas que circulares. La vida de mi amigo fue larga y por eso tuvo la posibilidad de ver muchos aspectos de la vida misma y otros muchos de la iglesia. Y fueron precisamente la vida, la búsqueda teológica, el camino de la iglesia y las inquietudes, lo que hicieron que nos encontráramos y al mismo tiempo los hilos que alimentaron nuestra amistad.
Nuestros caminos se cruzaron en Bolivia, en dos etapas: primero en Santa Cruz de la Sierra y luego en Cochabamba. Los espacios que nos hospedaban eran iguales y diferentes al mismo tiempo. La universidad, la Conferencia de religiosas y religiosos, pero también los espacios de la vida en donde él y yo vivíamos. En Bolivia pasamos muchos años, entrelazando con paciencia los hilos de aquel pensamiento que salía de abajo y que al mismo tiempo tenía algo profundamente divino, tan divino que nos daba la posibilidad de hacer teología sin ningún temor.
Si alguien me pregunta si Víctor Codina fue teólogo de la liberación, contestaría que sí, pero no solo. Víctor recorría aquella gran tradición del quehacer teológico que sabe quedarse en el umbral del Misterio. La teología de Víctor Codina libera, pero también nos hace gustar de aquel Misterio que no se deja decir solo con palabras y razonamientos, sino con la experiencia. Considero su pensamiento teológico atravesado por la tradición apofática del cristianismo más antiguo y abierto por el respiro del Espíritu.
El presente artículo se publica con autorización de la Revista CLAR, que en su edición Julio-Septiembre de 2023 (Año LXI. N° 3 - 2023) dedicó el número a la persona del P. Víctor Codina, SJ, teólogo y jesuita, fallecido en mayo de este año. La revista se puede consultar on line en el enlace: https://www.clar.org/revista-clar