Hay escritores infinitos, independientemente de la cantidad de obra que hayan producido. Su permanencia en el tiempo se debe a la capacidad de renovarse en el universo creativo del lector. La misma obra no solamente sobrevive al paso del tiempo, sino que se transfigura, se adapta, se recrea en el imaginario de ávidos lectores. Sucede algo parecido con la buena música, y lo menciono porque Julio (Florencio) Cortázar está vinculado a ambos procesos creativos.
Cortázar de la A a la Z. Un álbum biográfico (2014), es uno de esos libros que prolongan la vida y la obra de sus autores muchos años después de su muerte. Quienes hayan leído La vuelta al día en 80 mundos (1967) o Último Round (1969) se encontrarán en un mundo conocido: el de los cronopios. Publicado en ocasión del centenario de su nacimiento, el 26 de agosto de 1914, (tenía la misma edad que mi padre, con pocos días de diferencia), el libro fue armado por Aurora Bernárdez (primera esposa, amiga de toda la vida y albacea del legado de Cortázar), en complicidad con Carles Álvarez Garriga y Sergio Kern (en el diseño, que peca por usar con frecuencia reproducciones pequeñas y caracteres minúsculos, lo cual debería estar prohibido por las altas cortes de lectores enemigos del punto 6, 7 y 8).
Aurora fue más de la mitad de la vida del escritor argentino, desde que era un ilustre desconocido a principios de la década de 1950, y sigue muy cercana a él más allá de la vida, ya que al fallecer en noviembre de 2014 (meses después de hacer este libro), fue enterrada en el cementerio de Montparnasse (que suelo visitar cuando voy a París) en la misma tumba, junto a Cortázar (fallecido el 12 de febrero de 1984) y a Carol Dunlop, la última esposa (fallecida en 1982). Las fechas son importantes porque se tejen de manera íntima, como lo hacen los textos de este libro tan especial. Carol Dunlop, a pesar de ser 32 años menor, murió dos años antes que Cortázar, a quien Aurora Bernárdez (que había sido su esposa durante más de quince años) regresó para cuidar hasta su muerte.
El 12 de febrero de 2024, se cumplen 40 años de la partida del cronopio mayor, y el mejor homenaje es seguir leyéndolo y jugando con sus textos, como a él le gustaba jugar cuando los escribía haciendo malabarismos con las palabras. Este es un verdadero álbum, porque en su diseño incluye textos inéditos, cartas manuscritas, fotos poco conocidas, dibujos, imágenes de documentos de identidad y objetos que pertenecieron a Cortázar, en fin, más de lo que uno podría pegar en un álbum íntimo y que de alguna manera Julio anticipó, puesto que conservó lo que aquí nos regala. Este libro-objeto de colección es de los que uno quisiera llevarse a una isla desierta o (por qué no) al otro lado del espejo.
Si los libros pudieran comerse, este sería un plato delicioso y variado, como esas mesas de comida asiática o mediterránea donde uno tiene múltiples platillos para escoger y degustar sin orden establecido. A Cortázar no le gustaban las biografías ordenadas (al menos no la suya), de esas que narran a los personajes en orden cronológico, por eso este libro “suelto y despeinado” se suma a los hermanos díscolos que produjo en vida el autor.
Desde la “A” de “abuela”, “Aurora” o “axolotl”, hasta la “Z” de “Zihuatanejo” o “Zötl”, cada letra evoca 5 o 6 lugares, momentos, personas o cosas que construyen por pedacitos una biografía muy diferente a las ya conocidas (más de veinte). No es un libro para entendidos (bueno, también lo es), sino un tejido de señales más o menos secretas para ciudadanos del mundo mágico que supo crear, a la manera de García Márquez con Macondo.
Bellos textos breves como “Peripecias del agua” (“Basta conocerla un poco para comprender que el agua está cansada de ser un líquido…”), nos enseñan a ver las cosas más elementales con los ojos de un marciano que descubre cosas que nunca ha visto. Las cartas manuscritas (con la misma caligrafía con que me escribió una vez), denotan la importancia que el escritor le otorgaba a la correspondencia. En alguna parte confiesa que cultiva el género epistolar y escribe “entre 15 y 40 cartas” en un solo día. No es casual que Alfaguara (2012, Buenos Aires) haya reunido una parte de su correspondencia en cinco tomos. ¿Hacía copias con papel carbónico de sus cartas manuscritas? ¿Cómo lograron reunir tantas?
Los retazos y papeles sueltos se conectan unos con otros y nos permiten adivinar la manera de trabajar de un autor que escribía compulsivamente. La belleza de la expresión, los juegos de palabras y el juego travieso lejos de toda solemnidad intelectual, dicen mucho del placer de la escritura, y por lo tanto de la lectura. En una carta loca a su amiga Alejandra Pizarnik, el cronopio pega un par de “cabellos auténticos” a manera de ofrenda. “¿Verdad que una carta, cuando se escribe a un amigo, es un acto de fe, un momento grave?”, escribía ya en 1941.
Por supuesto que el abecedario que organiza el álbum es caprichoso, porque minúsculos cronopios se deslizan para hacer trampa y calzar ciertas palabras en letras que no corresponden, para abordar temas que de otro modo hubieran quedado al margen. Como en Rayuela (1963), las posibilidades de lectura son como jugadas de ajedrez, infinitas.
Junto al poema “Argentina”, coloca sus documentos de identidad, para desmentir a los detractores que lo atacaban por adoptar la nacionalidad francesa, cosa que no hizo hasta más tarde sin perder su nacionalidad argentina. La campaña insidiosa a principios de la década de 1970 no tenía razón de ser: en otro texto he contado que me encontré con Cortázar en la larga fila de “meteques” (extranjeros) que acudíamos a la Prefectura de París para renovar nuestros permisos de residencia temporales. Argentina le dolía desde lejos, pero no en el sentido patriotero que pretendían imponerle. En su poema dedica un verso lapidario a los maledicentes: “(el poncho te lo dejo, folklorista infeliz)”.
La vocación internacional de Cortázar fue uno de sus rasgos salientes. Quizás sus primeras experiencias (tan frustrantes como inevitables) como maestro de escuelas en provincia lo llevaron a mirar más lejos, desde su estatura de 193 centímetros. Estuvo en todos los continentes, pero se invirtió con pasión en el proceso revolucionario de Nicaragua y también en el cubano, con el que tomó disimulada distancia años más tarde, sin unirse a otros escritores críticos del autoritarismo.
No solo coincidí con Cortázar en la Prefectura de París, sino en uno de sus cuentos: “Axolotl”, ese pequeño anfibio mexicano de cuatro patas y mirada de peluche. Confieso que cuando leí el cuento en Final del juego (1956) estaba convencido de que el axolotl no existía más que en la imaginación de Cortázar, hasta que durante una visita al acuario de Trocadero, en 1972, me lo topé detrás del vidrio, tal como se lo topa el personaje del cuento.
El entusiasmo casi infantil por “mi” descubrimiento me llevó a tomarle varias fotos a la salamandra acuática, revelar el rollo esa misma noche y hacer una copia 20 x 30 cm con la ampliadora rusa que teníamos instalada en el baño de mis amigos exiliados. Le dejé la foto en un sobre a Cortázar, en su departamento de la rue l’Éperon, cerca de Odeon, y algunos días más tarde recibí una amable nota de agradecimiento, cuando lo que correspondía era enviar de paseo al melenudo e ignorante estudiante de cine. Me consuela, sin embargo, algo que dijo en una entrevista su editor y cercano amigo, Paco Porrúa: “La presencia del azar en la vida de Julio era cotidiana. Todos los días había una señal”.
“Toda biografía es un sistema de conjeturas; toda estimación crítica, una apuesta contra el tiempo. Los sistemas son sustituibles y las apuestas suelen perderse”, escribió en el prólogo a su traducción de la prosa de Edgar Allan Poe. También fue traductor de André Gide, de Marguerite Yourcenar, de Jean Giono, de Chesterton y varios otros, además de innumerables e incomprensibles documentos de la Unesco con los que se ganaba la vida cuando todavía sus obras no le daban buenos réditos. Poe siempre fue especial, pues influyó en su propia literatura desde muy joven. Cortázar sugiere que el traductor de Poe al francés, nada menos que Charles Baudelaire, era un desdoblamiento del propio Poe al otro lado del Atlántico. Del mismo modo, se me ocurre que Cortázar fue un desdoblamiento de Luis Buñuel, no solamente porque en sus fotos de adolescentes parecen hermanos siameses, con los ojos y los incisivos centrales separados, sino porque hay una química similar en su narrativa (literaria y cinematográfica, respectivamente). Están emparentados por una dosis de surrealismo y mucha de gusto por el absurdo, por el juego azarosos de las imágenes, ambos ajenos a los relatos lineales y previsibles.
Su afición por la fotografía era bien conocida, y en este libro hay algunas pruebas de ello. No era sin embargo un esteta. Sus fotos de espacios vacíos, de paredes, ventanas y objetos son una manera paralela de escribir su propia biografía. En ese sentido su alianza (matrimonial e intelectual) con Carol Dunlop fue importante, como subraya Los autonautas de la cosmopista (1983) resultado de un “viaje atemporal” de cinco semanas de París a Marsella, en una combi Volkswagen llamada Fafner (como el dragón de Sigfrido), que se detenía solamente en esos espacios neutros y bastante impersonales de estacionamiento que se abren de tiempo en tiempo a los lados de las grandes carreteras. Huelga decir que más que un viaje de turismo, era un viaje de introspección y literario.
La fotografía era una pasión documental y también el cine. Cortázar tenía una cámara Super 8 con la que pretendía “cazar crepúsculos”. La imagen siempre le atrajo, y este libro está salpicado de pequeños y torpes dibujos que solía incluir en cartas y papelitos dispersos. Ya en el plano de contribuir al conocimiento de las artes plásticas, colaboró muchísimas veces con fotógrafos y dibujantes escribiendo textos para sus exposiciones y publicaciones: Sara Facio, Alechinsky, Alecio de Andrade, Julio Silva, Manja Offerhaus, Tapiés, Sábat, Luis Tomasello, Pat Andrea, Taulé, Torres Agüero, Leonardo Nierman y su entrañable amigo Eduardo Jonquieres, entre muchos otros. Era generoso con los artistas plásticos.
París está presente no solamente en la obra de Cortázar sino en su trayectoria de vida. Es el lugar que no va a dejar porque ya le pertenece. Rayuela y otras obras le garantizaron el derecho de transformar la ciudad en algo suyo y de sus lectores. Cortázar es el más parisino de los escritores del “boom” de la literatura latinoamericana. ¿Qué habría sido de él si no viajaba tan joven a París?
Esta biografía por retazos es uno de esos libros que permite acercarse a la intimidad del autor, tan cerca que a veces quema, y al mismo tiempo tomar distancia de su obra, quizás incluso relativizarla, colocarla en el justo espacio que le pertenece.