Estamos perdiendo en Bolivia la costumbre de leer libros. Quizás la hemos perdido hace mucho tiempo, pues ya pocos tienen bibliotecas, ya nadie cultiva la palabra escrita. Es patético. Y no es remplazable o sustituible: dirán algunos que ya no se lee sobre papel, pero que se lee mucho en plataformas digitales. Es cierto sólo en parte. Por ejemplo, mis nietos (que no viven en Bolivia) leen desde niños libros en dispositivos Kindle o Kobo donde pueden cargar centeneres de obras que de otro modo sería imposible trasladar en una mochila (mis nietos crecieron sin televisión, eso ayuda).
Sin embargo, pongo en duda que los jóvenes en Bolivia lean tanto como antes leíamos a su edad. Una cosa es leer y aprehender contenidos, y otra muy diferente es sobrevolar imágenes y palabras sin retener sino un mínimo porcentaje de la información. La capacidad de relacionar segmentos de datos se ha perdido porque la manera de leer ahora es epidérmica (sin compromiso).
En conversaciones en las que mi posición ha sido lamentar que la juventud ya no lea libros, ni periódicos, ni noticias, algunos optimistas sobre el futuro han replicado que eso no es cierto, que los jóvenes están todo el tiempo leyendo en sus teléfonos celulares, otros en sus tabletas digitales y los menos en computadoras.
Parece que lo estuvieran haciendo, porque pasan entre 8 o 10 horas cada día con la vista fija en una pantalla luminosa, pero ¿qué están leyendo? Además de los mensajes directos o grupales de amigos o familiares (WhatsApp, Telegram, etc), y de los juegos que son adictivos entre jóvenes (y otros menos jóvenes), buena parte de esas horas frente a la pantalla se pasa revisando a vuelo de pájaro plataformas virtuales mal llamadas “redes sociales” (Facebook, Twitter, Instagram, TikTok, YouTube y cien más) donde encuentran píldoras de información dispersa que son incapaces de relacionar. Entre esos miles de flashes visuales diarios, con contenido de pocas líneas, hay de todo: desde las notas más frívolas hasta información científica, pero ello no significa que el conocimiento individual o colectivo se enriquezca.
Supuestamente, la velocidad con que circula la información es enorme y permitiría que las plataformas virtuales contribuyan a generar crecimiento cognitivo gracias a un acceso inmediato y fácil a la información, pero la realidad es casi opuesta a esa creencia, porque esos flashes de información sintética no permiten profundizar (aunque algunos incluyen enlaces que hay que abrir) y porque la capacidad de reflexionar sobre lo que se lee, es precaria.
Los adictos a las redes virtuales rozan todo tipo de temas que pasan vertiginosamente bajo sus ojos mientras los dedos hacen avanzar con rapidez las imágenes y los textos breves sin retener de ellos más que algunos muy cercanos a su interés personal. Si bien la red (World Wide Web) ofrece muchas posibilidades de acceder al conocimiento, lo cierto es que se trata de un mar de información tan dispersa como inasible cuando no se tienen los instrumentos necesarios para convertir esa información en conocimiento.
No es extraño que estudiosos como Umberto Eco, Dominique Wolton o Eduardo Vizer, entre muchos otros, se hayan referido a la creciente incapacidad de comunicar y a la incapacidad de procesar datos en las nuevas generaciones: a mayor velocidad de circulación de la información, menor capacidad de reflexión y generación de conocimiento. La información es abundante pero la incomunicación cada vez mayor.
Dominique Wolton afirma que la información es el mensaje, mientras que la comunicación es la relación, algo mucho más complejo. Y añade: “La ideología de la velocidad y de la transmisión en vivo se topa con el espesor de las culturas, de la historia y de la sociedad”. Eduardo Vizer dice que históricamente hay una visión “informacional” de la comunicación, de carácter funcional y pragmático, a la que se opone una visión de carácter crítico y “humanista”.
Quienes estamos vinculados así sea tangencialmente a la educación podemos constatarlo fácilmente en nuestras clases: los estudiantes conocen muy poco de todo, no hay nada en lo que puedan profundizar porque eso que conocemos como “cultura general” es muy pobre y su conocimiento de la historia contemporánea es inexistente. La manera de usar las “redes” los convierte en una suerte de autistas voluntarios (con perdón de quienes realmente padecen esa condición). No es raro ver grupos de jóvenes que están físicamente lado a lado, pero cada uno aislado en su teléfono celular. La adicción es notable: quienes nacieron con el celular en la mano no pueden ir ni siquiera dos minutos al baño sin el dispositivo que se ha convertido en una suerte de prótesis digital o extensión neuronal.
Esto afecta no solamente a los menores de 30 años sino a todas las generaciones que tienen acceso a internet: su manera de leer y comprender ha cambiado. Lo compruebo con amigos o conocidos que mencionan algún artículo reciente que (supuestamente) han leído en alguna plataforma de opinión o información, pero si uno indaga un poco más, apenas han sobrevolado el texto, reteniendo una porción mínima de su contenido, y por lo tanto mostrando limitaciones para reflexionar sobre los temas planteados.
La gente de mi edad vive en internet formas de desconcierto y extravío. Quieren ser ciudadanos virtuales para no quedar al margen de las nuevas tecnologías, pero su modo de uso es por demás curioso. Unos se convierten en repartidores de memes mil veces publicados, sin verificar las fuentes ni agregar valor al contenido. Otros publican con una mano piadosas oraciones cada día, y con la otra, fotos de jóvenes en bikini. Me hace gracia esa suerte de esquizofrenia que viene con la edad y con la incapacidad de entender las plataformas digitales como instrumentos de comunicación.
Por ello, se me ocurre recomendar el retorno a una práctica antigua y beneficiosa: lean en voz alta para leer bien, para retener lo que leen y para reflexionar sobre lo leído. Cuenta Fernando Savater en un delicioso libro que he comentado meses atrás, que Flaubert tenía sobre su escritorio tres páginas en blanco: en la primera escribía lo que espontáneamente surgía de su pluma, en la segunda copiaba un texto más ordenado y resumido, y en la tercera pulía el texto definitivo, así fuera un solo párrafo. Luego salía al jardín que tenía junto a su solitario estudio, y ahí entre los árboles leía en voz alta lo que había escrito. Me parece maravilloso.
(Escribo el párrafo anterior con la certeza de que pocos han llegado al final de este artículo para leer la recomendación).