El 22 de febrero de 1934, a los 63 cumplidos, murió Antonio Machado en el pequeño puerto de Colliure, “a tres pasos de España” (como cantó en un poema Louis Aragon). Llegó viejo, enfermo y “ligero de equipaje”, un verso suyo que rescató Ian Gibson, el gran biógrafo irlandés de García Lorca, para titular su biografía Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado (2006).
Machado, defensor de la República española con sus artículos y versos, y ferviente enemigo del fascismo, estuvo entre los últimos en abandonar Barcelona pocos días antes de la caída de la capital catalana. Lo hizo, más que por voluntad propia, para acompañar a su madre, muy enferma, y a José, su hermano menor, con su familia. La precipitación con que se produjo el exilio hizo que lo único que llevaba en manos, un maletín con papeles personales, entre ellos muy probablemente las cartas de su “diosa”, Pilar de Valderrama, se extraviaran definitivamente en el tumulto de quienes huían de la represión genocida del franquismo.
Qué poco conocemos de lo que creemos conocer y en realidad ignoramos. Al leer las 840 páginas (con abundantes notas y bibliografía) de Gibson, concluyo que quienes citamos impunemente los famosos versos “Caminante no hay camino | se hace camino al andar…”, no hemos asomado siquiera las narices en el umbral de una vida compleja y rica en matices.
Mi afinidad con Machado data de más de cinco décadas, pero aún así parezco descubrirlo recién. En mis tiempos de estudiante en París, una de las canciones de Jean Ferrat que más me gustaba era la que cita los versos de Aragon: “Machado duerme en Colliure | Tres pasos bastaron fuera de España | el cielo para él se hizo pesado | se sentó en este campo | y cerró los ojos para siempre”. Mi emoción fue grande cuando visité su tumba en Colliure, allá por 1974 o 1975. Mucho más tarde, en 2010, me topé en Baeza con la escultura que lo inmortaliza sentado en una banca, con el bastón a su lado.
Leyendo la biografía de Gibson cada uno de los lugares donde vivió Machado adquiere una fisonomía nueva: Sevilla, Soria, Segovia, Baeza, Madrid, Valencia. Dan ganas de regresar los pasos a las calles de esas ciudades transitadas otras veces impunemente.
Antonio Cipriano José María y Francisco de Santa Ana y de la Santísima Trinidad (Antonio, para todos), nació el 26 de julio de 1875. Por el lado de la familia paterna y materna Antonio Machado heredó el amor por las artes y por la naturaleza, y un fuerte sentimiento republicano, anticlerical y antifascista. Tanto su abuelo Antonio Machado Núñez, defensor de la naturaleza, como su padre Antonio Machado Álvarez (“Demófilo”), impulsor de la cultura popular y el folklore, investigaron y publicaron libros. Fueron en su momento respetados intelectuales que dejaron una impronta en Antonio y su hermano mayor Manuel.
El quehacer intelectual del abuelo irritaba a la ultraconservadora iglesia de España porque abrazó las teorías evolucionistas de Darwin, mientras que el padre, promotor de la identidad nacional a través de la educación laica, erosionó el poder absoluto de la iglesia al crear el Instituto Libre de Enseñanza, una experiencia revolucionaria para su tiempo.
La vida y la poesía de Antonio Machado obedecen a la noción de un camino que hay que recorrer sin detenerse. Lo resume muy bien Gibson: “Vivimos inmersos en el tiempo, en el cambio constante e inevitable, y la vida no es más que un interminable ir caminando hacia la muerte…”
Eran otros tiempos, los poetas eran importantes en la sociedad, ocupaban las primeras planas de los diarios. El nicaragüense Rubén Darío se paseaba por España y Francia como un prócer, y Antonio Machado ya era conocido antes de publicar su primer libro. A diferencia de Darío y de su propio hermano mayor, Manuel, Antonio no era muy sociable, aunque mantenía una rica correspondencia con quienes admiraba: Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Ortega y Gasset, entre otros.
No pudo evitar participar en eventos sociales cuando él y Manuel se convirtieron en aclamados autores de teatro de no menos de siete obras. Los hermanos incluso asistieron al homenaje que les ofreció el dictador Primo de Rivera luego del estreno de La Lola se va a los puertos.
Desde muy joven Machado muestra el empeño de hacer una obra sin imperfecciones y se dedica a corregir y reeditar los mismos poemas y libros, quitando o aumentando versos. Influenciado al principio por el modernismo, Machado encuentra su propia voz en una expresión más directa y sencilla, sin juegos de luces sin florituras del lenguaje, en una España que se desmorona moralmente después de la Gran Guerra.
La erudición de la que hace gala Gibson, siguiendo la veta de cada verso, de cada encuentro y de cada publicación, corre el riesgo de saturar al lector porque ofrece un excesivo detalle. El afán de desmenuzar los versos los deja desprovistos de magia y misterio. El detective es riguroso, no da nada por cierto, su pesquisa cruza datos y llega a poner en duda lo que otros biógrafos han dado por sentado, por ejemplo la datación de poemas del propio Machado o la memoria caprichosa de la “diosa” Valderrama, que acomoda a su conveniencia la memoria del poeta. Para escribir la enésima biografía de un personaje famoso se necesita el rigor de un investigador científico y cierto poder de deducción.
Ya no era muy joven Antonio Machado cuando se enamora perdidamente de Pilar de Valderrama, que lo buscó cuando él enseñaba en Segovia. Su admiradora se convirtió en musa y “diosa”, y Antonio cayó rendido a sus pies, aceptando una relación platónica que ella fijó como condición. Una posición desventajosa que lo hizo sufrir mucho en silencio, pues no podía compartir con nadie el secreto de su vínculo con una mujer casada a la que veía a escondidas en un café de Cuatro Caminos, por entonces lejos del centro de Madrid. Gibson estima que ella se aprovechó de él y no correspondió en igual medida al amor desmedido que el poeta profesaba por ella. Peor aún, a la muerte de Machado ella alteró las pocas cartas que había conservado de Machado y arguyó que las demás las tuvo que quemar cuando huyó de la guerra y se refugió con marido e hijas en el Portugal del dictador Salazar. No es exagerado afirmar que a Machado le dolía tanto su España avasallada por el fascismo, como esa relación amorosa en la que él aceptó una posición sumisa.
Otro aspecto fascinante que Gibson explora en la biografía son los heterónimos creados por Machado para ventilar su filosofía y su acción poética mediante interlocutores inventados. Abel Martín y Juan de Mairena eran versiones alternas de Machado, alter ego más públicos que secretos. Machado se refería a ambos como autores que habían existido realmente, no los usaba para publicar, como hizo en Portugal el gran Fernando Pessoa con varias decenas de nombres supuestos, sino para dialogar consigo mismo como quien lo hace frente a un espejo, y con la sociedad española como quien desea compartir procesos reflexivos inacabados. El carácter apócrifo de esos autores y su supuesta obra, estaba enunciado de entrada.
Los días finales de Antonio Machado son terribles, toda la carga del mundo pesa sobre sus hombros cansados y su envoltura descuidada. La guerra civil en su etapa más cruenta, la “diosa” huida y desvanecida, el fusilamiento de García Lorca, la muerte de Unamuno, la conversión relámpago al fascismo de su querido hermano Manuel, en Burgos, la pérdida de papeles, poemas, libros y salud. ¿Qué podía ser peor?
Machado había criticado acremente la complicidad tácita de Inglaterra y Francia con el fascismo montante en España. El “pacto de no agresión” con Hitler cerraba los ojos a los bombardeos de Alemania e Italia sobre las ciudades españolas. En Madrid no se libró ni la Biblioteca Nacional ni el Museo del Prado. Es quizás una cruel paradoja que por una cuestión de distancia y supervivencia el poeta haya terminado sus días en Francia, aunque muy cerquita de España, el 22 de febrero de 1934, menos de un mes después de haber cruzado la frontera en medio de un río de refugiados que huían del fascismo. A su lado agonizaba su madre, que abrió los ojos solo para darse cuenta que su hijo predilecto había muerto, y que ella haría lo propio tres días más tarde.
El Colliure, junto a la tumba de Antonio Machado