Violencia en Venezuela: Lenguaje común en nuestras fronteras

Violencia en Venezuela: Lenguaje común en nuestras fronteras
Violencia en Venezuela: Lenguaje común en nuestras fronteras

Hace tan solo algunos años, hablar de fronteras en Venezuela era sinónimo de militarización. La suspensión de las garantías constitucionales a lo largo y ancho de nuestras extensas fronteras durante todo el periodo de vigencia de la Constitución de 1961 hizo posible un dominio militar en los puntos fronterizos más importantes. La hegemonía militar no solo facilitaba las labores de vigilancia y control de los habitantes de la zona, y de quienes pretendían entrar de manera ilegal en el territorio nacional, sino también una impunidad generalizada frente a las arbitrariedades cometidas por las fuerzas de seguridad durante esa época, lo cual se hizo notorio a escala nacional con las masacres del Amparo y Cararabo, en el estado de Apure.

Sin embargo, este patrón de dominio de lo militar y la ausencia de la institucionalidad civil no era exclusiva de Apure. También en los estados Amazonas y Bolívar dicha hegemonía condescendió, además, el desvío y explotación ilegal de cuantiosos recursos naturales (desde minería y combustible hasta aves exóticas), haciendo a las fronteras venezolanas apetecibles para quienes deseaban participar de esa bonanza fácil que impulsa el peculado en nuestros países latinoamericanos. Ante esta situación se generó en los habitantes de las zonas fronterizas un rechazo a los militares que traicionaban su deber de resguardar las fronteras y proteger a la población civil, muchas veces compuesta por personas de doble nacionalidad o incluso provenientes «del otro lado del río», por la alta permeabilidad fronteriza que nuestra nación posee.

Dicho rechazo, además de ser alimentado por la creciente conciencia de derechos humanos que acompañó el nacimiento del siglo xxi, gracias a la extensa formación y dedicación sobre el tema por parte de muchas organizaciones no gubernamentales que se enfocaron en esa materia, también fue el caldo de cultivo perfecto para que la población civil fronteriza viera con naturalidad —y hasta con agrado— la presencia de grupos armados irregulares. En efecto, la acción de estos actores armados podía ser contraparte real frente a los desmanes y arbitrariedades de las fuerzas oficiales de seguridad que, en caso de no respetar a los civiles (campesinos en su mayoría) por su apego a la legalidad, al menos iban a considerar la posibilidad real de que los afectados buscaran el apoyo de las fuerzas irregulares para defender sus pretendidos derechos, aun cuando estos «derechos» rápidamente comenzaron a asociarse a la economía «criminal» del contrabando y del tráfico de personas. 
 

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